Hace algunos meses el país empezó a enterarse del amiguismo con que se han provisto cargos en la represa de Salto Grande. La explosión del caso “Carlos Albisu” (que se maquilló con su renuncia a la CTM) fue para muchos un descubrimiento. Para los pobladores de Salto, fue solamente la confirmación pública de un secreto a voces. Por estas tierras todos sabíamos que desde la inauguración del complejo, hace más de cincuenta años, la colocación de amigos políticos fue una práctica sólo cortada durante tres períodos de gobierno: los del Frente Amplio. Antes y después los caudillos y punteros políticos locales tenían empleo seguro si sus líderes “calzaban” en el gobierno nacional, y aún en el local amigado con el Poder Ejecutivo. Tengo los años suficientes como para haberlo vivido, todavía antes de la vuelta a la democracia, cuando allegados a la dictadura tenían cargos no técnicos, bien pagados en la obra de construcción. Los técnicos eran tomados por las empresas extranjeras.
En ocasión de darse a conocer las contrataciones de allegados a los políticos Albisu y Coutinho, la noticia tomó giros impensados para los gestores, aunque la bronca les salió barata debido a la complicidad de la presidencia de la República, que miró para otro lado cuidando los votos para este año. Todos los uruguayos seguimos pagando de nuestro bolsillo los sueldos de punteros políticos de la coalición.
En ese momento de la publicidad de los acomodos, se escucharon voces de dura crítica al interior y su caudillismo, de parte de referentes y votantes de sectores progresistas. En verdad tienen razón desde su ángulo de mirada. El hecho objetivo es antidemocrático y algunas veces roza con la ilegalidad, cuando se violan las normas establecidas para proveer empleos públicos. Pero lo más grave, para mí, no es el ejercicio desmesurado de la autoridad y la utilización de bienes públicos en beneficio de partidos o sectores; el mayor pecado es inducir a la población a que el acomodo, el desprecio de la ley, la preeminencia del caudillo sobre las normas establecidas, es normal. Cuando un pueblo, masivamente, pasa a creer que vota a alguien para que le dé algo y que el ejercicio político es en beneficio personal (del que regala lo ajeno y de quien lo recibe) se está cometiendo una barbaridad deleznable. Los cargos van y vienen a veces; muchos son soluciones para necesitados, y otros son los que engordan cinturas gruesas de “hacer cebo”. Pero el adquirir la costumbre, automatismo o forma de vivir dependiendo de un caudillo sin importar quién paga o quiénes quedan a la intemperie, es denigrante. Con esas conductas se moldea a la sociedad sumisa al poder, dependiente del “malla oro politiquero” y desangrando la democracia. ¡Como duele oír que “todos los políticos son iguales”, porque se benefician personalmente del Estado! No es así, no debe ser así, los jóvenes no deben crecer a la sombra de este espanto.
Cuanto más profundo es el interior más difícil es la mirada. Cuanto más alejados de los centros politizados, de las estructuras fabriles de empleos dignos, cuanto mayor es la escasez de trabajo, mayor riesgo de prostitución política: porque todos tienen que comer, de donde sea.
No justifico el acomodo, pero conozco el desempleo estructural de mi región. Recuerdo las caritas de mis alumnos de la escuela No.74 de Yacuy en el Norte de Salto, cuando sus padres “agarraban la changa” de carpir o cortar caña de azúcar en El Espinillar: les cambiaba la vida. Los permanentes desempleados tenían jornal seguro por algunos meses. Luis Alberto Lacalle de Herrera, cerró la plantación y molienda de caña para obtener melaza y azúcar: tres mil familias de Belén y Constitución quedaron en medio del hambre, en el interior profundo. Al mismo tiempo el presidente ordenaba el salvataje del Banco Pan de Azúcar…
Sé lo que es estar sin empleo, como muchos citadinos, pero traten de imaginar lo que significa estar sin trabajo en medio de la nada…No aplaudo que aprovechen una colocación a dedo, pero la entiendo. No comprendo, ni perdono políticamente, a quien se vale de esa necesidad, para cumplir con la miserable misión de comprar un voto (o los de una familia) con un puestito, una jubilación o un terreno. El mal menor es la apropiación de la voluntad democrática; el mayor es sembrar un pernicioso acostumbramiento al servilismo.
Desde la capital puede no valorarse el amiguismo como el mayor pecado partidario, porque no se profundiza la mirada hacia el “cáncer ideológico” que se hace extender por el cuerpo electoral. No me sirve ni me servirá que “hay que aprovechar todos los votos para ganar”. ¿Ganar para qué? ¿Para favorecer la extensión de esa enfermedad política, que poco a poco mata la democracia?
Viviré con las herramientas ideológicas en la mano, cultivando la política sana y combatiendo la maleza que ahoga la cosecha. Aunque venga desde adentro del partido que estoy votando.
En eso estoy.
Ramón Fonticiella es Maestro, periodista, circunstancialmente y por decisión popular: edil, diputado, senador e intendente de Salto. Siempre militante